REVISTA VIRTUAL DE ARTE Y CULTURA

Casa suelta somos todos; todos los que creemos en una búsqueda universal, en la diversidad de caminos, en la posibilidad de transformarnos a cada instante.
Este es un espacio donde convergen las opiniones, las voces, la imagen, la ficción, la palabra, la vida que fluye en interminables laberintos a explorar. Una mirada hacia nosotros, hacia el mundo que nos circunda, para regresar luego al mandala de nuestra esencia.
Somos todos una casa suelta... puede entrar, la puerta está abierta... la ventana también.

La casa anda suelta. Recorre paisajes urbanos, humanos, silvestres, campestres. Se escapa como perro sin correa y se pasea sola. Es una loca linda. Es un hogar abierto.
"Cuidadito que se pierde". Se esconde detrás de un farolito o de un arbolito y dice: "acá `ta". Entonces hay que escucharla porque trae historias para todos los gustos.

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martes, 4 de diciembre de 2007

El circo


-Ya llegaron – dijo Ricardo al maestro que pasaba por la cuadra en bicicleta.
-Ya llegaron –anunció Don Evaristo, con los brazos levantados, a todos los clientes del almacén.
También un niño con los mocos colgados y parches en los pantalones los vio pasar, y el sastre se quedó midiendo la distancia que había desde la puerta de su local a la vereda, con la intención de salir corriendo y ser testigo del gran acontecimiento. Nadie dejó de participar en la algarabía generalizada, ni siquiera el viejo Juan que desde la esquina blandía los diarios, cuando de lejos se percibieron las primeras señales de los carruajes tirados a tracción sangre con las celdas de los animales, las catraminas y las casas rodantes. Una comitiva de payasos, malabaristas con mallas ajustadas y hombres caminaban al lado de los vehículos que, lentamente, se abrían paso en el trayecto de tierra y barro. Había llegado el circo.
Los artistas se instalaron en las afuera de San Benito, una villa habitada solo por hombres e invadida por el color avinagrado de overoles sucios. La carpa madre se dispuso en el centro y sus cachorros a su alrededor, en total eran tres: dos carpitas blancas y una azul. En la plaza principal, los saltimbanquis entregaban con morisquetas los papeles que anunciaban las mayores atracciones circenses; a un costado, con inscripciones que invitaba a la presentación en escena de una de las más grandes curiosidades del circo.

Sábado a la tarde, los hombres se apiñaban en la entrada de la carpa mayor. Un señor con joroba arrastraba un organito que hacía sonar con su manivela, y clamaba para que algún servidor se dignara comprarle sus frías manzanas acarameladas con dos o tres pochoclos adheridos al azúcar. Dentro de la carpa, un león desnutrido y dos chimpancés grises eran todo el decorado. El presentador llevaba puesto un esmoquin dormido y aburrido, y su joven ayudante bostezaba un hola. Otra era la vida en la carpita azul. Los hombres se disponían en las gradas hechas con tablones y cajas de verduras. En el medio de la pista, la curiosidad: una mujer.
En la carpa pequeña había una enorme mujer sentada en una sillita. Tenía el pelo vaporoso y colorado, no rojo fuego, ni rojo sangre ni del color de los tomates recién cortados; era el colorado de los crayones que usan los niños cuando hacen garabatos en el lienzo del mundo. La mujer parecía una figura pegada en el paisaje azul de la lona de la que colgaban estrellas como luces. El contraste del rojo sobre el azul, adornado por brillantes de fantasía, era mágico. Los hombres la miraban alucinados. Tenían los ojos encima de la mujer, lamían su colorado como una fruta del paraíso masculino y olían la voluptuosidad de su vestido verde. Ése era todo el espectáculo: su abundancia, su color y su sexo. Cuando el público de voz ronca quedó extasiado y estuvo lleno de ella, el aplauso levantó la carpita azul por los aires, los hombres se encontraron desnudos, sin sus overoles; la mujer seguía en su quietud de estatua.
Por un buen rato, los hombres permanecieron en actitud inmóvil y expectante, pero se vieron obligados a retirarse del lugar por el presentador, cuyo esmoquin sin amaestrar, lo acosaba, lo apuraba para que lo devolviera al encierro natural del baúl. La mujer seguía sentada allí, inerte. Cuando todo el mundo se fue, el movimiento se restableció en su cuerpo. Sin las luces de la carpa, con el sol muriendo detrás de su cabeza, reveló ante los ausentes lo infame: una incipiente barba colorada.

Mariela Migo

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