REVISTA VIRTUAL DE ARTE Y CULTURA

Casa suelta somos todos; todos los que creemos en una búsqueda universal, en la diversidad de caminos, en la posibilidad de transformarnos a cada instante.
Este es un espacio donde convergen las opiniones, las voces, la imagen, la ficción, la palabra, la vida que fluye en interminables laberintos a explorar. Una mirada hacia nosotros, hacia el mundo que nos circunda, para regresar luego al mandala de nuestra esencia.
Somos todos una casa suelta... puede entrar, la puerta está abierta... la ventana también.

La casa anda suelta. Recorre paisajes urbanos, humanos, silvestres, campestres. Se escapa como perro sin correa y se pasea sola. Es una loca linda. Es un hogar abierto.
"Cuidadito que se pierde". Se esconde detrás de un farolito o de un arbolito y dice: "acá `ta". Entonces hay que escucharla porque trae historias para todos los gustos.

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sábado, 19 de marzo de 2011

El concubino

Hasta ahora no encontraba la manera de poder recorrer la ciudad sin la compañía de su loro; nunca lo dejaba solo, siempre estático sobre su hombro, especulando con cada movimiento del amo. Nunca llegaba en plena libertad a ningún lugar, el animal esperaba ansioso la partida, vigilaba cada movimiento con celosa sigilosidad, se escudriñaba entre la mesa, debajo de ella, detrás del mueble del living, al costado de la silla donde su amo leía largas noches con la seguridad de que nadie lo veía, nadie lo escuchaba. Pero el loro ahí estaba, inmutable ante toda actividad, a la espera, agazapado, estremecido hasta las plumas si se prolongaba la salida de la víspera.
Pocos habitantes de una casa en ruinas, ellos dos, unidos pero asfixiados el uno por el otro sin saber como extraerse de esa realidad que los encontraba cada mañana entre miradas y voces. El animal siempre a la espera de una migaja de palabras que aprender, el amo, deambulando la casa como un fantasma que no encuentra el lugar para asustar a su víctima. Los dos inseparables, eternos, desafiantes por momentos, equilibrados por otros, estigmatizados por el destino de una vida elegida.
El domingo el amo recorrió la casa más temprano que de costumbre. Se preparaba casi en las penumbras de los postigos sin abrir; miró por un pequeño espacio de luz que se dejaba ver desde el afuera y vio que era un día de sol de agosto, de cielo limpio y calle desolada. Silenciosamente se vistió. Una media, la otra, el pantalón buzo, la remera manga larga de algodón. Despacio muy despacio para no despertar a nadie. Fue al baño de lavatorio manchado y sucio de años de sarro recorriendo la batea impunemente, abrió su bragueta y apuntó certero y minucioso; un chorro explosivo salió de su cuerpo, orinó. Se dio media vuelta y atinó a peinarse pero el ruido del cajón al sacar el peine, supuso que despertaría al animal. No esperaba encontrarlo en ningún lugar de la casa, ni quería verlo correr con sus plumas semimojadas luego de darse un baño por el inodoro, estaba a punto de detestar a aquel animal que él mismo había elegido hacía poco tiempo. ¿Porqué lo eligió?¡Qué extraña coincidencia hizo que viera a este y no al de plumas más verdes que parecía sereno y apacible en su jaula?¿Porqué este que se estremecía cuando lo vio, que gritaba como un loco cuando escuchaba gente pasar por el local? ¿Porqué elegí a este animal manipulador que deja de comer si no me ve cerca, que se esconde si paso lejos para parecer imperceptible y su disimulo estropea mi visión?¿qué tuvo ese loro para estar tan atento a mí? Y ahora, ¿porqué no puedo sacármelo de encima?.
Me gusta su mirada firme en mis movimientos, su cabeza que se estira cuando no me encuentra en la cocina. Me provoca una enorme ternura cuando duerme en su jaula; lo veo indefenso, desprotegido, solo, esperando ser tenido en cuenta siempre por alguien. Termino encariñándome con este ser tan especial que despierta en mí tantas sensaciones que no puedo descifar. Me emociona su voz ronca cuando repite palabras que escucha, pero hay otro repertorio con el que vino desde afuera y no lo conozco, lo dice despacio, va pronunciando las palabras de a poco para sorprenderme, intenta seducirme y que lo quiera. Con el tiempo que llevamos juntos entiendo que no es animal como yo creía, parece un ser humano dentro de un cuerpo de ave. Come cuando como, me espera para comenzar su siesta; reproduce mis sonidos cuando canto, se alegra cuando estoy alegre. He intentado contarle algún cuento en el silencio de la siesta de verano, estación del año que se presta para inventar historias en medio del patio, de la higuera de casa, de esta casa que se viene abajo. No le gustan, se duerme, y eso que pongo énfasis en la pronunciación. He dejado algún libro dando vueltas por la casa con el fin de que aprenda a leerlo y pueda pronunciar algunas palabras nuevas, y porque no, para que recuerde, elabore pensamientos y cree su propia lógica. Pero creo que no le gusta ni El diario de Adán de Eva, ni los cuentos fantásticos, ni tampoco García Márquez ni “La cándida heréndida y su abuela desalmada”. Creo que no sabe leer, al menos no le interesa nada que no sea estar pendiente de mí y de mis movimientos más sutiles.
Han pasado algunos meses y el animal está algo más sereno, como si sus miedos se hubieran aplacado. No se inquieta cuando me preparo para salir a comprar el diario, se acuesta más temprano que de costumbre dentro de la fuente de la mesa, y por las noches no vigila la puerta de salida a la calle. Pareciera que todo aquello que lo mantenía cerca de mí, de pronto se deshizo, un sentimiento que dejó de existir en su interior. Por momentos creo que actúa, que esta conducta es temporal y fingida y que pronto regresará a ser el que era antes: un ser impaciente, ansioso, inquieto y absorbente de mis tiempos para él. Si así fuera lo disimula bastante bien, hasta su plumaje parece haber cambiado de color, más verde, más brillante. Descubrió el patio, la higuera, el sol de las tardes y se sube a una rama muy finita que pende como si fuera una soga de equilibrista. En ese momento cierra los ojos y no me busca. Lo espío por la ventana de la cocina y golpeo el vidrio despacio para saber si está despierto; lo observo sereno al rayo del sol; esa serenidad tan poco usual en él me hace repensar porqué lo traje a esta casa: quería hablar con alguien que estuviera vivo, que no fuese un ser humano, menos mujer, y al hablar no pensara demasiado sus pensamientos ni tuviera una selección de palabras complejas, necesitaba descansar de tanta hipocresía en la editorial donde trabajo. Necesitaba palabras, las mismas que ansiamos cuando estamos solos, y las que despreciamos cuando abusan de ellas quienes nos rodean. Necesitaba una casa llena de palabras: palabras para reír, para llorar, para pensar, para decir, para escribir; palabras para leer, para escuchar, para jugar, palabras que vivieran dentro de la casa, nuevas, inéditas. Creí que el animal me las proporcionaría y en cambio logré tener un ser que depende de mí para su existencia, que no me deja movilizarme con libertad, con la libertad de antes de conocerlo. Un ser que tiene miedo de perderme todo el tiempo y del que no puedo (podía) escapar. Ahora, sin embargo, todo es diferente: no me vigila, no está pendiente de mí, no me mira, no me habla, no canta, solo silba. Ahora parece que disfruta de la vida solo, como si no me necesitara.
Después de varias semanas de ausencia de palabras de mi loro, planeo una estrategia para sorprenderlo. No he salido en meses de la casa planificando esto; es necesario saber cuál será su reacción cuando no me vea. Preparo la salida con total desparpajo, despreocupado, como si no temiera que pueda verme salir como antes. Me baño, voy hacia el dormitorio, me visto con ropa de domingo lentamente, acomodo mi camisa debajo de los tiradores azules y raídos y abro la puerta de la habitación. Lo busco pero no lo veo. Está en el patio, debajo de la higuera, siente mis pasos y se mueve hasta el sol. Abre un ojo y me escondo detrás de la cortina de la cocina. Parece despreocupado. De pronto me mira y su mirada se instala ante mí como amenazante, como increpándome por mi salida. Doy media vuelta y salgo, a modo de ironía le digo que voy a comprar cigarrillos, como si entendiera lo que mis palabras simbolizan, no entiende, es un loro, casi humano pero loro al fin. Abro la puerta y la cierro lentamente. En algún punto temo su desconfianza y, lo que puede llegar a hacer si no lo llevo. Pero esto lo planeé y ahora no es momento de dudas. Tiene que aprender a quedarse solo en casa, sin escándalos ni manipulaciones, sin resentimientos por su vida pasada, porque yo solo intento un poco de libertad, proyecto una vida en la que los horarios sean respetados sin necesidad de dar explicaciones a nadie sobre mi existencia.
Regreso a casa luego de cinco horas de paseo. Está vomitando una espuma verdosa que no lo deja respirar. Al verme entrar se acomoda como queriendo disimular su enojo y disconformidad, y ante sus ojos repara en mi indiferencia absoluta. Se reestablece la garganta y se dirige al patio, a la sombra de la higuera porque el sol se ocultó. Me acerco y acaricio su plumaje despeinado. Él sabe que no fumo.

Analía Rodríguez Borrego